Durante la mayor parte de su vida, Ivette Villaseñor había buscado a un Dios. Lo buscó en vano en la Iglesia Católica tradicional de sus padres, en congregaciones pentecostales y entre curanderos que practican creencias autóctonas.

Hace siete años, ella pensó que por fin había encontrado a uno cuando entró en el Teatro Million Dollar del centro de Los Angeles. Quedó fascinada por los fuertes cantos y oraciones, y por la forma tan dramática como los pastores exorcizaban demonios.

Pero en un periodo de cinco años se quedó sin dinero y a punto de perder su hogar, su matrimonio y su salud mental.

“La Iglesia Universal me causó tanto daño, que aún hoy no me puedo recuperar del dolor”, dice. “No sólo me dejaron a mí y a mi familia en la ruina, sino que usaron lo que quería yo más -a Dios- para aprovecharse de mi fe”.

Los tiempos más oscuros de su vida comenzaron en el otoño de 1994. Siendo en aquel entonces una madre soltera de 24 años de edad que vivía en Fullerton, se topó con la iglesia durante una de sus excursiones por la atestada Broadway.

Capaz de sostener a dos mil almas, el auditorio se hallaba lleno de inmigrantes hispanoparlantes como ella. Interpretadas por un pianista, las alegres canciones en nada se parecían a lo que antes había escuchado en una iglesia.

Llenos de un poder sobrenatural, los pastores aparentemente curaban a los feligreses mediante lo que llamaban “imposición de manos”, en el que fuertemente sujetaban a la gente de sus cabezas y oraban para que sanaran.

En 1995, comenzó a ir a un templo Universal cercano cuando éste se abrió en Santa Ana, en el Yost, un teatro de la década de lo 20. El pastor Sergio le concedió su petición de ser obrera, una asistente más de la iglesia.

Pronto se enamoró de Gustavo Villaseñor, un supervisor de una empresa de aeronaves que tenía 30 años de edad, oriundo de un pequeño pueblo del estado mexicano de Jalisco.

Como al año de casados, Gustavo se cortó su crecido cabello castaño claro y se puso una camisa blanca y pantalones oscuros, para así convertirse en un obrero. Gustavo se dedicó de lleno a sus nuevas responsabilidades eclesiásticas.

Su obediencia a los pastores, el presentarse a trabajar todos los días al templo y el donar miles de dólares a la vez impresionaban incluso a su esposa.

Durante los fines de semana, los Villaseñor se iban, junto con docenas de otros obreros, a los lugares más pobres de Santa Ana. Tocando puertas de departamentos, los obreros esparcían La Palabra entre la mayoría de inmigrantes de habla hispana de México y Centroamérica.

Los sábados por la mañana, a los obreros a veces se les encomendaba que trajeran por lo menos a cien personas nuevas al templo.

Durante las juntas que se llevaban a cabo detrás del escenario antes de los servicios, se les enseñaba a los Villaseñor a que estuvieran alertas para detectar gente que no pertenecía a la iglesia o que se destacaban de la multitud. Les decían que se fijaran, especialmente, en posibles periodistas, investigadores y otros que tuviesen cámaras o grabadoras, las cuales estaban estrictamente prohibidas.

Como miembros regulares, los Villaseñor contribuían con unos 30 dólares por culto. Pero después la cantidad creció a varios miles por servicio, ya que, según los pastores, los obreros tenían que ser ejemplos para los demás.

Ivette quedó embarazada por segunda vez y decidió dejar su trabajo de secretaria de una oficina de abogados para convertirse en una madre de tiempo completo. El presupuesto de los Villaseñor se vio mermado cuando los diezmos, las donaciones y las campañas (vea la nota principal) y otras contribuciones llegaban a un promedio de 1,600 dólares por mes.

Gustavo Villaseñor, rara vez en su hogar, solía pasar la mayor parte de su tiempo libre en el templo. Con el tiempo, Ivette se halló en la necesidad de preguntar a los pastores el porqué la iglesia no tenía un programa para dar de comer a los desamparados o para proveer otros programas caritativos que ella pensaba que la Biblia enseñaba.

Los pastores, entonces, atribuyeron todas sus dudas a los supuestos demonios que la habían poseído. La sujetaban de la cabeza, a veces por una hora, hasta que tuviera una manifestación demoníaca.

Los nuevos pastores que eran asignados a la congregación, a veces cada seis meses, rápidamente se enteraban de la rebeldía de Ivette. Por ser buena trabajadora era tolerada, hasta que arribó el pastor Adilson Fonseca. Este hizo acto de presencia en 1997 y se quedaría allí por casi tres años (ahora un obispo en Boston, Fonseca se negó a una entrevista, y desvió las preguntas para la jerarquía de Los Angeles, la cual no respondió).

De acuerdo con ex miembros de la Iglesia Universal, Fonseca era un hombre recio que desde el púlpito solía regañar a aquellos que no hacían contribuciones generosas.

“Nos decía siempre que el motivo por el que estábamos como estábamos se debía a que no hacíamos lo suficiente por Dios”, dice Gustavo.

Con la mayoría de su dinero yendo a parar a los cofres de la iglesia, los Villaseñor se endeudaron, ya no pudieron pagar los servicios básicos (agua, luz, etc.) y se quedaron con poco efectivo para comprar comida. Ivette se convirtió en un ‘cuchillito de palo’ en el costado de Fonseca, a quien cuestionaba sobre las prácticas y doctrinas de la iglesia.

Lo que más enfurecía a Fonseca era el hecho de que ella intentaba persuadir a su esposo de que pasara menos tiempo en el templo y más con su familia.

“Era un jalar entre yo, tratando de retener a mi esposo para mí, y Fonseca, intentando retenerlo para la iglesia”, dice Ivette.

Una y otra vez, Fonseca -desde el altar o en privado- le decía a Gustavo que su esposa estaba poseída por demonios.

El recuerda esa vez que tenía que hacer una donación de mil dólares para una campaña. No había comida en el refrigerador, así que su esposa le tomó 40 dólares de la cartera.

“Le llevé a Adilson sólo 960 dólares. Le dije que no podía hacer la ofrenda de mil dólares porque mi esposa me había robado 40 dólares de la cartera para comprar comida”, recuerda Gustavo.

Su matrimonio estaba llegando a las últimas.

Una noche, Gustavo despertó con severísimos dolores abdominales y fue intervenido quirúrgicamente de emergencia. Por una semana, mientras se recuperaba en el hospital, reflexionó sobre su vida.

“Me dije: 'Estoy en una situación peor que nunca antes. No me he detenido a abrazar a mi esposa o a mis hijos. No tenemos dinero y estamos más endeudados de lo que jamás imaginé”.

Cuando dejó el hospital, se dirigió a la oficina de Fonseca y le entregó su camisa blanca y sus pantalones oscuros. Ya no deseaba más ser obrero.

“Le dije que iba a permanecer en la iglesia como un miembro más”, dice Gustavo.

Fonseca siguió siendo amigo de Gustavo, pero no de Ivette. El encuentro final se dio durante una sesión de consejería matrimonial, en la que Fonseca dijo a Gustavo frente a su esposa que era mejor que se divorciara de ella.

“Ella está poseída. Es incorregible”, recuerdan marido y mujer que así les dijo Fonseca. “Déjala y encuéntrate otra mujer en la iglesia. Tal vez puedas hallar una esposa brasileña”.

Aunque apenas hablaban, Gustavo dice que aún amaba a su esposa. Por fin se dio cuenta: su problema era la iglesia, no su esposa.

Durante el curso de cinco años, calculó que habían donado como 70 mil dólares a la iglesia y que se habían endeudado con otros 70 mil.

Los Villaseñor se reconciliaron y decidieron que debían retirarse de la iglesia. Su partida dejó una profunda huella a Fonseca.

Por varios meses, los miembros les decían que Fonseca hablaba contra los Villaseñor desde el púlpito. Al domingo siguiente de haber dejado la Iglesia Universal, la pareja aceptó la invitación de un amigo para que asistieran a la Embajada Cristiana, un templo pentecostal en donde conocieron a la pastora Frances Huezo, quien es lideresa del ministerio hispano. Como psicóloga certificada, Huezo quedó asombrada por las declaraciones de los Villaseñor.

“No podía creer que las personas que predican la salvación también pudieran hacer tales cosas”, dice Huezo. “Lo peor es que afirma ser una iglesia pentecostal. Nos deja a todos con muy mala imagen”.

Ya casi se cumplen tres años de que los Villaseñor se libraron del dominio de la Iglesia Universal. Recibieron asesoramiento por alrededor de seis meses. Gustavo ahora es supervisor en una empresa de partes para aviones; él y su esposa poco a poco han salido de sus deudas y ya no están al borde de perder su casa. Encuentran alivio en ayudar a otros que han tenido experiencias similares con la Iglesia Universal.

“No hacemos esto por nosotros, sino por otros”, dice Ivette Villaseñor. “Quiero hacerles saber que ahora, después de dejar la Iglesia Universal, finalmente paré de sufrir”.

Advertising disclosure: We may receive compensation for some of the links in our stories. Thank you for supporting LA Weekly and our advertisers.